Cuando de seguridad pública se trata, solemos pensar en la policía y sus habilidades para prevenir los delitos, detener a los responsables y llevarlos al ministerio público. También volteamos a ver a las fiscalías encargadas de la investigación y la persecución de los delitos, de las que esperamos acciones rápidas y eficaces. Pero poco miramos a los tribunales, actores clave para que la comisión de los delitos no quede impune, de los que esperamos jueces valientes, independientes y honestos que hagan realidad el derecho humano de acceso a una justicia pronta y gratuita. La recomposición de nuestra maltrecha seguridad pública, así, pasa también por una necesaria transformación del sistema de justicia penal que la haga cercana, comprensible e igualitaria y consiga esclarecer los delitos, proteger al inocente, que el culpable no quede impune y que los daños causados por el delito sean reparados.

Cabe señalar que, junto con la justicia penal, la seguridad pública también comprende el quehacer de los demás tribunales: civiles, familiares, administrativos, agrarios y laborales, en tanto resolutores de controversias y, como tales, garantes de paz social. La justicia reemplaza a la venganza y la violencia o, por lo menos, esa es la idea. Pero de todos ellos, destacan por su relevancia los juzgados encargados de la justicia cívica, para resolver de manera fácil, rápida y expedita conflictos sociales de bajo nivel de violencia o conflictividad que, de no atenderse, pueden y suelen escalar. Es la justicia cotidiana, la de todos los días, la que resulta de vital importancia para el mantenimiento de la armonía, la pacificación comunitaria y la restauración del tejido social, y que, por tanto, requiere de personal profesional suficiente.

Ahora bien, aunque todos sabemos que los poderes judiciales son autónomos e independientes de los demás, sin embargo, en la práctica no siempre es así. La dotación de recursos presupuestales para atender las demandas de justicia depende de los congresos y de los poderes ejecutivos y ello ha llevado a que frecuentemente se ahorque financieramente a los tribunales, minando su autonomía. Por ello, desde hace tiempo se ha intentado que los poderes judiciales cuenten con un porcentaje fijo —entre el 2 y el 5 por ciento— del total del presupuesto aprobado para la Federación o la entidad federativa de que se trate, y logren independencia también financiera. Dar ese paso resulta ya urgente. Castigar presupuestalmente a los jueces perjudica a las personas demandantes de los servicios de la justicia, que merecen una cobertura de calidad con suficiencia en todo sentido, desde luego en un entorno de transparencia y rendición de cuentas.

Por último, pero no por ello menos importante, someter a revisión los fundamentos y límites de las funciones de la Suprema Corte de Justicia a fin de que se confirme su papel de Tribunal Constitucional es ya impostergable. No podemos darnos el lujo de prolongar los diferendos que se han observado en los años recientes entre el Ejecutivo y los juzgadores, principalmente los federales. No olvidemos que el fortalecimiento del sistema de justicia y de sus instituciones repercute, en la misma medida, en el fortalecimiento del Estado de derecho al que todos aspiramos.

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